Lorenzo (+258) había nacido en Huesca. Era tan deslumbrante su persona, que al poco tiempo de llegar a Roma se había convertido en la primera personalidad de aquella iglesia después del papa. Y eso que Lorenzo no era ni siquiera sacerdote. Era diácono, un ayudante de la comunidad cristiana. La vida de aquellos años era bastante extraña en Roma. Había temporadas en que no se perseguía a los cristianos, pero de pronto, un edicto del emperador mandaba emparedar a todos.
El año 257, el emperador Valeriano emprendió una feroz persecución. Al papa Sixto lo cogieron diciendo misa en las catacumbas de Roma, y lo matarón allí mismo. Y a sus cuatro ayudantes diáconos, uno de ellos Lorenzo el de Huesca, los retuvieron cuatro días más.
Lorenzo era el custodio de los bienes de la Iglesia. Le dijeron que entregara esos tesoros y él dijo que necesitaba unas horas para hacer el inventario. Le dieron tiempo, y a las pocas horas volvió al tribunal con un montón de cojos, ciegos, niños, pobres, desharrapados. Se acercó de nuevo al juez, y le dijo: «Estos son mis tesoros».
Aquella broma no se la perdonaron. Lo condenaron a morir abrasado encima de una marrilla. Y luego ocurrió aquello de que «le dieran media vuelta; que ya estaba asado por un lado».
Félix Núñez Uribe, El santo nuestro de cada día, Editorial Verbo Divino – Estella