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He oído decir a uno de nuestros mayores propagadores de la Biblia que en algunos pueblos de África donde aún no ha llegado la coca-cola ya llegó la Biblia. Se dice que la Biblia es el mayor best-seller del mundo. El número de ejemplares vendidos desde su primera impresión supera los dos mil quinientos millones. No todos han salido de la editorial del Verbo Divino de Estella; pero sí un buen pellizco.

¿Todos los que la habéis comprado la habéis leído? ¿Toda o partes?

A quienes la hayan leído y a quienes la tengan sin leer, les dedico hoy esta parábola en la que una Biblia muy bonita habla con su propietario lamentándose de haberla comprado pero no haberla leído.

Estuve en el estante más alto de la biblioteca de tu casa, apretada entre los viejos tomos de una enciclopedia antigua. ¿Para qué me compraste? ¿Acaso para pasar algunas páginas, leer sin mucha atención algunos pasajes encontrados al azar, mirarme con respeto y devoción, y dejarme cuidadosamente en el estante más alto de la biblioteca? Recuerdo una vez, durante un convite en tu casa… En la sobremesa alguien citó palabras de Jesucristo. Otro las corrigió, y cuando entre ellos se desató una discusión sobre cuál de las citas era la correcta, uno de los invitados pidió que le trajeses la Sagrada Escritura. Levantaste la cabeza y miraste en mi dirección. Pensé con alegría que por fin había llegado mi hora, que te acercarías a la estantería y me sacarías de entre los amarillentos tomos de la enciclopedia antigua. Pero… «No sé dónde está… No sé dónde la he dejado», dijiste. Esto me dio la certeza de que no me habías comprado simplemente para presumir de mi presencia en tu biblioteca. ¿Entonces, para qué me compraste? ¿Para qué me trajiste a casa? ¿Para qué?biblioteca

 

Luego ocurrió algo que de nuevo despertó en mí la esperanza de que me sacarías del escondite donde me habías puesto. Tu único hijo enfermó. Ni los médicos ni las medicinas pudieron curarlo. Tu hijo murió, y tú, sumergido en el dolor y la desesperación, te sentaste en tu biblioteca con las cortinas cerradas y tu mirada inmóvil clavada en la oscuridad de la sala. No fuiste capaz de entender el sentido de la muerte de tu hijo. Empezaste a dudar incluso del sentido de tu propia vida. No supiste comprender el por qué del sufrimiento de un niño inocente, mientras los malvados siguen viviendo y engordando a costa del daño del prójimo y por qué el despiadado destino golpea a ciegas al ser humano. Entonces mi corazón palpitó de repente, pues me figuré que por fin había llegado la hora de acudir a mí, que abrirías mis páginas y leerías en alguno de mis libros palabras de consuelo sobre la vida, la muerte y la inmortalidad. Pero me desilusioné de nuevo. No te levantaste del sillón y no encendiste la luz. Te quedaste inmóvil, sumergido en la desesperación con un sin fin de preguntas en los labios que no supieron darte respuesta. ¿Entonces para qué me compraste? ¿Para qué me trajiste a casa? ¿Para qué?

Luego murió tu mujer. Te hundiste bajo este nuevo golpe, te transformaste en un torpe anciano, dejaste de salir a la calle y paseabas tan sólo por tu vacío piso… De vez en cuando te asomabas a la ventana para mirar a la calle, a la gente con sus prisas, sin entender para qué viven, para qué vives tú todavía, para qué existe el mundo…

 

Hasta que un día moriste. Tus herederos llegaron enseguida. Al sacar las cosas de tu piso meneaban tristemente la cabeza sobre tus bienes materiales. Uno de ellos me encontró entre los libros tirados por el suelo. Se inclinó, me tomó en sus manos y me miró. Sacudió el polvo, y con voz tierna y emocionada le dijo a un joven que estaba su lado:

«¿Ves? Tu difunto tío, que el Señor lo tenga en su gloria, era un hombre devoto. Tenía la Biblia. Toma ejemplo de él».

 

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