Giuseppe (José) Freinademetz nació el 15 de abril de 1852 en Oies, un pequeño paraje de cinco casas entre los Alpes Dolomitas del norte de Italia, zona que en aquel entonces era llamada «Tirol del Sur» y formaba parte del imperio austro-húngaro.
Apenas dos años después de su ordenación se puso en contacto con el P. Arnoldo Janssen, fundador de la casa misional que pronto se convertiría oficialmente en la «Sociedad del Verbo Divino».
Con el permiso de su obispo, José llega a la casa misional de Steyl en agosto de 1878. El 2 de marzo de 1879 recibió la cruz misional y partió hacia China junto a otro misionero verbita, el P. Juan Bautista Anzer. Cinco semanas después desembarcan en Hong Kong, donde pasarán dos años preparándose para el paso siguiente: serán asignados a Shantung del Sur, una provincia con 12 millones de habitantes y sólo 158 bautizados.
Freinademetz supo descubrir y amar profundamente la grandeza de la cultura del pueblo al que había sido enviado. Dedicó su vida a anunciar el Evangelio, mensaje del Amor de Dios a la humanidad, y a encarnar ese amor en la comunión de comunidades cristianas chinas. Animó a esas comunidades a abrirse en solidaridad con el resto del pueblo chino. Entusiasmó a muchos chinos para que fueran misioneros de sus paisanos como catequistas, religiosos, religiosas y sacerdotes. Su vida entera fue expresión del que fue su lema: «El idioma que todos entienden es el amor». Murió el 28 de enero de 1908 y fue canonizado en octubre de 2003 por el Papa Juan Pablo II.
«Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes» (Mc 16, 20). Así concluye su evangelio el evangelista san Marcos. Y luego añade que el Señor no deja de acompañar la actividad de los Apóstoles con el poder de sus prodigios. De esas palabras de Jesús se hacen eco estas, llenas de fe, de san José Freinademetz: «No considero la vida misionera como un sacrificio que ofrezco a Dios, sino como la mayor gracia que Dios habría podido darme». Con la tenacidad típica de la gente de montaña, este generoso «testigo del amor» se entregó a sí mismo a las poblaciones chinas de la región meridional de Shandong. Abrazó por amor y con amor su condición de vida, según el consejo que él mismo daba a sus misioneros: «El trabajo misionero es vano si no se ama y no se es amado». Este santo, modelo ejemplar de inculturación evangélica, imitó a Jesús, que salvó a los hombres compartiendo hasta el fondo su existencia.» (Extracto de la homilía del Papa Juan Pablo II en la canonización de José Freinademetz, SVD, octubre 2003 en Roma)
Extracto de la homilía del Papa Juan Pablo II en la canonización de José Freinademetz, SVD, octubre 2003 en Roma)
«Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes» (Mc 16, 20). Así concluye su evangelio el evangelista san Marcos. Y luego añade que el Señor no deja de acompañar la actividad de los Apóstoles con el poder de sus prodigios. De esas palabras de Jesús se hacen eco estas, llenas de fe, de san José Freinademetz: «No considero la vida misionera como un sacrificio que ofrezco a Dios, sino como la mayor gracia que Dios habría podido darme». Con la tenacidad típica de la gente de montaña, este generoso «testigo del amor» se entregó a sí mismo a las poblaciones chinas de la región meridional de Shandong. Abrazó por amor y con amor su condición de vida, según el consejo que él mismo daba a sus misioneros: «El trabajo misionero es vano si no se ama y no se es amado». Este santo, modelo ejemplar de inculturación evangélica, imitó a Jesús, que salvó a los hombres compartiendo hasta el fondo su existencia.»