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La vida religiosa (VR) en la SVD

Introducción

No es fácil escribir para iluminar y mover voluntades. En nuestra VR descubrimos mucho bien, creatividad, sensibilidad, generosidad solidaria, búsquedas auténticas, deseos de coherencia, valores profundos. Pero la hemos sistematizado, sin narrarla y traducir los grandes conceptos a experiencias cotidianas. Quisiera hacer teología desde los testigos, no sólo de textos, reflejando la VR en la SVD que amo y espero.

Mucho se ha escrito sobre nuestra VR, y mucho más se ha vivido. La SVD la respiramos, más que la pensamos. No interesa tanto “¿qué es la VR?”, sino “¿cómo ser religioso del Verbo Divino hoy?” Nos ayudará a comprender la realidad de la SVD, y a entendernos a nosotros mismos. Sin instalarnos en nostalgias de lo no-vivido, alimentamos nostalgia de futuro, encarnando a la mujer embarazada, como expresión entusiasta de vida y esperanza.

Futuro… proyectos, ilusiones, anhelos. Da al presente motivos, horizonte, metas para caminar. Pensar con intención y esperanza hacia dónde queremos llegar. Si en la SVD no sentimos la necesidad del cambio, caemos en la autocomplacencia. El futuro es la novedad que se añade a la experiencia y la transforma. Innovar, sin  obsesión por el número. El crecimiento numérico puede ser repetición de lo mismo (como las células cancerígenas), o producir obesidad del sistema, paralización, falta de vitalidad. La innovación está en el lenguaje, la organización, los modelos formativos, el modo de gestionar los bienes, la espiritualidad; nuevas formas de comunidad,  liderazgo, evangelización; el paradigma de misión como diálogo profético, que todo lo configura.

La reflexión de la VR se centró en la autorrealización; luego, en la fraternidad. Hoy descubrimos la profecía, en la identidad y misión. Espiritualidad y misión en primer plano. Nos preocupa si somos una congregación hoy con mayor identidad o con más poder. La SVD padece cierta crisis de identidad, pertenencia y disponibilidad. Crisis de fundamentos, no sólo de finalidad. Una crisis es tiempo de tensión y oportunidad para alumbrar algo nuevo y mejor. La crisis, como el Adviento, nos invita a mirar al futuro.

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Herederos de grandes tradiciones, con el alma profética enferma. Falta sueño, inquietud, un nuevo modelo de VR configurado por pasión profética y audacia evangélica, para no reducirnos a conservación miope y administrativa de lo que hacemos y vivimos. Pasemos de la eficiencia, del orgullo de obras y números, al primado de los signos, de la fraternidad misionera, como compasión solidaria e interioridad persuasiva. Revisemos nuestros territorios sagrados, que no lo serán tanto.

Tocados por una “apología del declive” (empobrecimiento de motivaciones), buscamos seguridad, fuerza, éxito, y Dios se nos presenta como brisa suave, voz de silencio sutil. Nos gusta asegurar el futuro, la permanencia, según nuestra lógica. La lógica de Dios es la fragilidad. Nos está empequeñeciendo para nacer de nuevo, tras el encuentro con su susurro y silencio. La fragilidad lleva a salir de relaciones superficiales, del sueño mortal de seguir dominando, como funcionarios de lo sagrado, y despertar a relaciones cordiales, buscando el encuentro con Dios y los hermanos. Ser pequeños en la SVD es bendición, fortalece la vivencia del Evangelio, la fraternidad ad intra y ad extra.

El Verbo se encarnó para que nosotros hoy recibamos su Espíritu. No vivimos el seguimiento en Jesús sin llegar a la Trinidad. Dios se hace humanidad en Jesús, y en él se nos comunica dándonos su Espíritu. La sequela Christi no es una vida “con” y “como” Cristo, sino “en” Cristo: Una vida en el Espíritu de Jesús. Ser misionero del Verbo Divino es vivir en el Espíritu de Jesús. Aludo a nuestro estilo de vida desde una reflexión de pneumatología intuitiva. Miramos la  vida con los lentes del Espíritu en triple dimensión (personal, comunitaria, universal), aplicada a la VR: consagración, vida comunitaria y misión.

  1. Religiosos SVD… Gente del Espíritu

 

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Los misioneros del Verbo Divino damos una imagen de buenos trabajadores, gente entregada, de vida organizada y austera. No tanto una imagen de personas felices, de humanidad plena, que cultivan sensibilidad y ternura. La VR en la SVD merece ser algo distinto de lo que es: Una vida a la altura de su misión. La misión no está en crisis. Quienes estamos en crisis somos los religiosos desconectados del Espíritu, convertidos en profesionales de lo sagrado; viviendo aferrados a tareas que nos distraen, prisas que anestesian, adquisiciones que satisfacen, seguridades que tranquilizan. La parálisis de la mediocridad, que logra profesionales honrados o personas centradas en sí mismas. La SVD no necesita individualidades-realizadas-profesionalmente y ocupadas-en-compromisos-espiritualmente-inofensivos (D. Aleixandre). Ahogamos la profecía con nuestra mediocridad, conformismo, rutina. El pobre nos libera de la mediocridad, de las cosas hechas a medias.

Al chequear la calidad de nuestra vida, hay que empezar por la alegría, dónde tenemos la fuente de la felicidad. En el Evangelio la alegría es encontrada por sorpresa, como el tesoro en el campo que, por la alegría, lleva a vender lo demás. Sólo una VR alegre acredita la propia vocación, y tiene capacidad de convocatoria vocacional. Hay comunidades infectadas por el virus de la acedia: falta entusiasmo, optimismo, y sobra tristeza, amargura, monotonía. Síntomas que se manifiestan en inestabilidad, necesidad de cambio, poca perseverancia en la misión (cuando el ego toma protagonismo, la disponibilidad entra en crisis); cuidado excesivo de la salud (la palabra del médico más importante que la de Dios); búsqueda de comodidad (propia habitación, programas y horas intocables en TV); activismo (bajo capa de entrega misionera); alejamiento afectivo de la comunidad y negligencia en actos comunes (minimalismo de disciplina personal); maximalismo crítico del otro; apatía, desaliento. Un pájaro herido no puede volar, pero un pájaro que se pega a una rama, tampoco. La satisfacción personal se expresa en forma de entusiasmo, alegría, celo apostólico. La satisfacción y calidad de vida se juegan en tres niveles: personal, en la experiencia de fe, fuente de sentido y motivación; comunitario, en la calidad de la convivencia; misionero, en la entrega a los demás y disfrute de la misión.

En personas y comunidades puede haber ateísmo práctico. Cuando el pensar, juzgar y actuar no proceden del encuentro con el Señor, que da sentido a nuestra vida. Solemos describir con precisión la historia de nuestras enfermedades o experiencias de maltrato sufrido por parte de superiores. Pero ¿compartimos nuestra experiencia de Dios como sentido de la vida?  La falta de sentido constituye la crisis más honda, raíz de la tristeza. En la fe nos jugamos el sentido o sinsentido de la VR. No se trata de ser más piadosos, sino más creyentes, encontrar en la fe la fuente de sentido de nuestra vida y misión.

Los discípulos de Emaús muestran la frontera entre el sentido y el sinsentido en el seguimiento. Comienza la escena con discípulos que caminan tristes, desencantados; han perdido la esperanza, abandonan la comunidad, regresan a lo suyo. Termina el seguimiento de Jesús, acompañado de motivaciones frágiles: buscan los primeros puestos, no entienden, poca fe, con miedos. De ahí el abandono, dispersión, negación. Luego aparecen discípulos decididos que corren a Jerusalén, entusiasmados, con esperanza, regresan a la comunidad (el lugar donde habían hecho experiencia de Jesús), emprenden el seguimiento. Se encontraron con el Resucitado. La fe les fortalece en el seguimiento. Después de la Pascua, los discípulos tienen las mismas debilidades, pero experimentan el seguimiento enraizado en la fe, que les llena la vida de sentido y pueden afrontar pruebas con alegría.

VR es vida en el Espíritu. Si nuestra vida es irrelevante, es por anemia evangélica. Hay que rescatar la pasión por Jesús y el Reino. Somos buscadores de Dios. A esto consagramos las mejores energías. La VR es cuestión de vocación. Vivir la vocación o con vocación (la calidad) es más importante que el tema de las vocaciones (el número). Preocupados por el número, buscamos cantidad, no calidad. “Tener vocación” no es algo evidente. Respiramos una cultura de lo profesional, la realización; una cultura de profesiones, no de vocaciones. Afecta a nuestro modo de vivir. Se impone la razón instrumental (la tecnología demanda profesionales cualificados) y el yo como sujeto de autorrealización. No hay lugar para la experiencia de la vocación recibida, que da sentido a nuestra vida. Se pueden hacer muchas cosas buenas en la VR sin tener vocación para vivirla. La vocación apela a la identidad, unida a la calidad de vida.

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Vocación para entrar y para permanecer en la VR vivida con calidad. Las cualidades humanas y espirituales no bastan. Es necesario haber sido tocado por Jesús, sentirse llamado a vivir su forma de vida y hacer de ella el sentido de la propia, como primera misión. La forma de vida de Jesús con tres pilares: la relación con el Padre, la convivencia con los que Él convoca, y poner la vida al servicio de los hermanos. Sólo desde el ser llamado es posible la síntesis entre experiencia de Dios, compartir la vida en comunidad y el envío en misión. Es la identidad de nuestra VR en la SVD.

Dios compara a Israel con el cinturón pegado a la cintura (Jer 13, 11). Adhesión, imagen de la unión que nace de la relación personal, amistad, enamoramiento. “Adherirse” tiene un componente afectivo fuerte que empuja al que se adhiere a no separarse de aquello en lo que le va la vida. Esa fuerza no aparece en cumplir mandamientos, la voluntad de Dios. Nos sitúa en la experiencia de enamorados, que buscan estar juntos, con la intensidad con que las raíces del árbol buscan el agua. Descubren su identidad cuando se adhieren y permanecen en lo que les da posibilidad de existir. Es el deseo de ser y de vivir lo que les empuja y les hace adherirse a aquello que les da consistencia y sentido.

Si nuestra adhesión al Evangelio se reduce a códigos de conducta, somos creyentes tristes. En la VR nuestra pertenencia está hecha de relación y de encuentro, de un amor apasionado que nos seduce y nos impulsa a vivir, de amistad y alegría. Jesús tiene la capacidad de ser pasión y horizonte en nuestra vida. Revisemos las distracciones que debilitan el primer amor, del que nace la pasión. Pasemos de “la ética del deber” a “la estética o el contemplar”, y de ahí, a “la erótica o dejarse enamorar”.

Redescubrir la interioridad, la capacidad de apreciar lo importante y vivirlo con pasión, profundidad, energía. Hay pasiones en nuestra vida como fuegos de artificio, vistosos y efímeros; cuando terminan dejan oscuridad. Alimentemos la nostalgia de las grandes pasiones, capaces de poner en juego una vida. Vivir“con los ojos fijos en él” (Hb 12, 2), ejercitando lo propio: El silencio y soledad habitada: Me enseña a convivir conmigo, a disfrutar la identidad, vocación y misión.; la oración y contemplación: Cultivar la experiencia de Dios en la vida, no sólo desde el sentimiento religioso.

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¿Estamos en las cosas de Dios o estamos en Dios? No somos administradores de lo sagrado. No se nos pide administrar lo bello, sino gozarlo, subiendo al monte como Moisés, y bajando al campamento con la cara radiante. Que el Espíritu tenga espacio para moverse y suscitar inquietudes en nosotros; para contagiarnos esa fe que determina quienes somos, cómo vivimos y qué anhelamos. El Espíritu nos hace orar. La primera misión es dedicar la mejor parte de nuestro tiempo a la oración. Aprender a olvidarse de sí mismo, porque, más que escucharle a Él, solemos escucharnos a nosotros, nuestros temores, ansiedades. La verdadera profecía hoy es la mística. Jesús saca de la intimidad con el Padre la energía para oponerse a las injusticias, y sanar rupturas personales.

Vivir en y desde el centro en Jesús. Cuando se le abre la puerta, la vida se comprende en torno a él y tiene sentido en él, con la experiencia de haber encontrado el tesoro. Si perdemos ese centro integrador, caemos en activismo, debilidad espiritual, escaso aprecio por la vida en comunidad, desarmonía interior, la misión como profesión. El encuentro con el Señor cambia la escala de valores. El mundo no necesita que seamos una ONG de servicios gratuitos, sino una voz del Espíritu, testigos que le comuniquen energía del Evangelio, el sueño de Dios de vida en abundancia. Nosotros ofrecemos edificios más que espacios de cordialidad y escucha; organizaciones, más que ocasiones de encuentro y oración. Sueño con que nuestras comunidades SVD lleguen a ser escuelas de espiritualidad. Para ello, no sigamos formando profesionales de lo sagrado, sino testigos, con una estructura interior sólida, adheridos a Jesús y al Reino. La vida interior en muchos cohermanos jóvenes está subdesarrollada. Hay formación para la VR cuando se transforman los deseos, cuando las experiencias vividas en la cercanía al Señor y a los hermanos alteran el interior, y hacen ver las cosas de otra manera. Formar es configurar el corazón con “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2, 5).

  1. Vida comunitaria en el Espíritu

“Los apóstoles no descendieron de la montaña como Moisés llevando en sus manos tablas de piedra; ellos salieron del cenáculo llevando el Espíritu Santo en su corazón” (Juan Crisóstomo). Sólo después de Pentecostés el grupo de discípulos se constituye en comunidad misionera. En las plegarias eucarísticas hay una doble epíclesis: la primera pide la acción del Espíritu sobre el pan y de vino para que se conviertan en cuerpo y sangre del Señor; la segunda, la efusión del Espíritu para transformar la comunidad en el cuerpo de Cristo. El sentido de la eucaristía no termina en la presencia real de Cristo; se orienta a la transformación de la comunidad en el cuerpo de Cristo. El Espíritu hace presente al Resucitado y tiende a formar su comunidad.

La SVD es una “experiencia compartida del Espíritu”, koinonía, conciencia de los creyentes de participar de un solo Espíritu. Pero el problema no está en los principios, sino en el grado de encarnación de los mismos. Interesa conocer los ideales que inspiran y el grado de nuestra adhesión a esos ideales. Hablamos de koinonía, y tenemos la experiencia de vivir en comunidades de soledad amontonada. Hay desconexión entre los principios de la VR y la realidad de cada persona que, infectada de individualismo, se conduce por una suerte de supervivencia. Como la cizaña, crecen desencanto y rutina en las comunidades. Podemos respirar un ambiente extraño que nos aleja a unos de otros y a todos de los pobres. Insensibles al sufrimiento de cercanos y lejanos.

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Hablamos de la acedia: Suele darse en personas adictas al trabajo. Produce intolerancia, amargura, prisas. También la comodidad nos lleva a encerrarnos. Excesivo cuidado de nosotros mismos, de lo nuestro, nos hace insensibles al sufrimiento de otros, a nuevos proyectos misioneros que brotan del Espíritu. La VR llega a ser un conjunto residencial donde cada uno hace su vida, ocupa el tiempo en su trabajo y entretenimientos, renunciando a la creación de equipos audaces, al encarnar un “vivir y dejar vivir”.

Comunidades donde prevalece lo individual sobre lo comunitario. Nos formamos para la misión de la Congregación. Estudios, preparación profesional, en función del proyecto provincial. Algunos buscan títulos con vistas a la autorrealización, que los capacitará y motivará más y mejor para la misión. Los propios intereses en primer plano, hasta convertir en absoluto la realización personal. En este contexto, los superiores parecen agentes de tráfico que regulan la circulación y evitan atascos o colisiones de vehículos que siguen rutas diversas. También la familia tiene un fuerte atractivo, acentuado con los años. Quizá por el vacío de no haber fundado una propia. Podemos ir a la misión por Jesucristo, y regresar por la familia.

Tenemos el peligro que los niveles de pertenencia a la VR en la SVD se vayan situando en periferias de la existencia. Para que una realidad nos afecte, hemos de sentirnos integralmente afectados por ella. El verbita, fortalecido en su individualismo y recreado a partir de otros vínculos, necesita cada vez menos del crecimiento en la comunidad. Hasta nuestros procesos de revitalización parecen nacer desconectados de lo que los religiosos viven en la realidad. La preparación de un capítulo suele servir para ofrecer indicadores, no para conocer la verdad de lo que viven las personas. En nuestra VR hay que plantar árboles nuevos, no sólo ponernos a la sombra de los existentes, conscientes de que la comunión en la SVD es siempre comunión misionera. No basta vivir juntos como signo de ser “compañeros de Jesús”. Podemos desgastarnos trabajando sin reflejar que somos “servidores de la misión de Cristo”. Si los demás no captan de qué y para qué vivimos, es posible que nuestra vida sea una campana que suena.

¿Respiramos en la comunidad alegría y naturalidad o sólo buenas formas y resignación? Para revitalizar la comunidad, antes poníamos el acento en el cambio de estructuras. Hoy, en fortalecer las relaciones. Pero crecemos en relaciones funcionales más que en relaciones humanas. Damos lo humano por supuesto y lo que cuidamos es lo funcional. No hay grandes conflictos, pero sufrimos incomunicación, individualismo, apatía e indiferencia en los asuntos comunitarios. La fraternidad evangélica no es coexistencia pacífica o pacto de no agresión. El individualismo desemboca en una vacía y amarga soledad de personas que viven bajo el mismo techo.

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La convivencia es lo que más incide en la calidad de vida y satisfacción personal. Se requiere buena educación, comunicación, hábitos democráticos, diálogo, fiesta y celebración, comunicación de bienes, integración en servicios comunitarios. Lo que más une es hacer el bien en común. Quien ama su sueño de comunidad más que la comunidad misma, termina por destruirla. El cimiento de la comunidad es la debilidad de cada hermano, con la fuerza del Espíritu en los demás. Hablamos de vida en proceso, y por eso, imperfecta. No buscamos perfección, sino coherencia: Recorrer el camino de la vida en oración, entrega y alegría. Mirar al Crucificado y buscar al Resucitado. Es nuestro servicio a la comunidad, a la Iglesia y al mundo. Busquemos nuevas formas de “comunidad imperfecta”, configuradas desde la misión, para que cuando alguien visite una casa SVD pueda decir con Jacob: “Dios está aquí, y yo no lo sabía” (Gn 28, 16).

En la misión y en la comunidad hay que descubrir lo evangélico e impulsarlo. Para ello alimentamos: La conciencia de la común vocación: Los Hermanos recuerdan el signo profético de la fraternidad, superando estructuras clericales, y sin perpetuarlas subiéndose también ellos al carro del poder. La conciencia de la fe común y celebración: Lleva a compartir experiencias de fe, tratar los problemas desde la fe, la oración común de la Palabra de Dios. La búsqueda común de la verdad: Vivirla en el diálogo. La corrección fraterna y reconciliación: Contagia la experiencia de Jacob: “He visto a Dios en el rostro benévolo y complaciente de mi hermano” (Gn 33, 10). Sin el perdón, los problemas de convivencia provocan un ambiente irrespirable.

La comunidad si no es experiencia del Espíritu, es carga al tener que soportar limitaciones. El Espíritu nos da su energía para formar comunidades imperfectas. El Resucitado se puso “en medio de ellos”. No en alto, mostrando superioridad. En la comunidad nos vinculamos cuando tenemos a Jesús en el centro. Marcos (3, 34; 4, 10) repite: “a su alrededor”. La imagen del seguimiento lleva a pensar que Jesús va delante y los discípulos lo siguen detrás. Aquí es la circularidad, en torno a Jesús. Al estar en círculo, estoy vinculado a otros que tienen a Jesús en el centro. La cohesión del grupo depende de que el centro vincule a quienes estamos alrededor.

  1. Vida religiosa en clave de misión

La VR nace como expresión carismática de la misión. Vivimos la experiencia de Dios en el seguimiento a partir de la misión, ser-enviados a las periferias. Nuestra VR es misión, y la misión es nuestra VR. La misión es la clave para comprender el carisma de la VR en la SVD: ser-para-la-misión. Por la misión, nos introducimos cada vez más en la Iglesia local, la sociedad, el mundo de los pobres, otras culturas. Nos preocupa la misión como satisfacción personal, como algo a disfrutar, fuente de satisfacción.

Pasamos de una sociedad de la obediencia a otra del rendimiento. Confundimos misión con cargo. No es lo mismo misión compartida que trabajo compartido. La misión no es campo de experiencias para autorrealizarnos, ni pista para demostrar habilidades, tampoco en programas de PFT. Necesitamos compartir lo que vivimos, la vida de Dios. Es colaboración con el Espíritu. No confundir misión compartida con voluntariado que ayuda a la Congregación. Decir “misión” es decir Espíritu Santo y la red de complicidad que él está tejiendo en el planeta.

Misión no es mera acción, organización de onerosos servicios sociales. Misión es vida. Respirar la SVD desde la “lógica del héroe” (entrega, sacrificio, grandes empresas por el Reino) fue el centro del postconcilio. Hoy no cuentan tanto esas grandes experiencias. Vivimos lo cotidiano; sin ser superhombres, como personas cercanas y fraternas, que reconocen sus limitaciones, piden ayuda y se dejan enriquecer y confrontar. El modo de “estar y de realizar la misión” es tan importante como su efecto. Nuestro estilo de vida en la SVD es misión en sentido pleno.

Los verbos que califican la misión no son los instrumentales (hacer, educar, organizar, atender), sino los simbólicos (significar, inspirar, aludir, manifestar, estimular, animar, trascender). Estos verbos sobre el sentido de la misión (el Reino) implican que nuestra VR no está tanto para construir el Reino sino para acogerlo. “Construir el Reino”, “extender el Reino”, no son expresiones bíblicas. Denotan una noción de misión imperialista. El Evangelio habla de “recibir el Reino”, “entrar en el Reino”. Hay una cierta analogía (identificación?) entre el Reino y el Espíritu.

Hemos recordado dos epíclesis, sobre los dones y la comunidad. Hay que añadir una tercera: La efusión del Espíritu para transformar la historia y anticipar el Reino. Es el sentido de nuestra misión. No reducir el Espíritu a su dimensión personal y comunitaria-eclesial. El Espíritu desborda los límites de la Iglesia, que no es fin en sí misma. La Iglesia se abre al Reino, centro de la predicación de Jesús. Debe orientarse y convertirse continuamente al Reino (Ellacuría). Es el proyecto de Dios: Una humanidad en armonía entre sí, con la naturaleza y con Dios. Generar una koinonía interhumana, cósmica y trinitaria. A esto se orienta la Iglesia. Encerrar al Espíritu en la Iglesia es olvidarse del Reino, su dinamismo y su misión.

Pero hay quienes que practican la misión en clave religiosa: Expandir la fe y la religión, transmitir doctrina, invitar a integrarse en la comunidad de los creyentes y su culto. La misión reducida a la conversión de quienes están fuera de la Iglesia. Una misión religiosa, sacramentalizadora, litúrgica. Presionar al mundo para que entre en la Iglesia tal como ella es, en lugar de hacer una Iglesia que acoja al mundo en sus valores. Necesitamos revestirnos de serenidad y confianza en la bondad del mundo. La misión no responde a necesidades expansivas de la Iglesia, sino a urgencias y necesidades del mundo, sin caer en el engaño sutil que lleva a concentrar recursos económicos para ser más eficientes, y prestigio para encontrar puertas abiertas.

Solo podemos entrar en la misión desde nuestra identidad carismática, con el Espíritu en el corazón. El envío en misión consiste en el envío del Espíritu, que manifiesta vida de Dios como comunión. La SVD se va configurando como comunidad en misión. El Espíritu es el agente. Misión no es algo que la Congregación hace; es lo que hace el Espíritu, que va cambiando el mundo y la Congregación. Nuestra espiritualidad misionera es sensibilidad, docilidad, ante la acción del Espíritu. Los profetas colaboran con el Espíritu cambiando su forma de pensar, sentir, actuar. Quien busca a Dios es un místico que se deja modelar. La misión es espiritualidad, y la espiritualidad es misión. Es vivir en el Espíritu, actuar desde el Espíritu, moverse en el Espíritu.

En la SVD no hay consagración sin misión profética, que capta la presencia del Espíritu en los acontecimientos del presente. Cuesta detectar la voz del Espíritu que habla en la Iglesia, en cristianos de otras Iglesias, creyentes de otras religiones, no creyentes, los pobres. Quienes expulsan demonios no siendo de los nuestros. Misión es escuchar no sólo el susurro del corazón, también los clamores del Espíritu: el clamor de la “razón”, de los pobres, los diferentes (sexo, cultura, religión), el clamor de la tierra. “Toda verdad, venga de donde venga, procede del Espíritu Santo” (atribuido a S. Ambrosio). La misión es vivir el consejo de Pablo: “No apaguen la fuerza del Espíritu, no desprecien las profecías, examínenlo todo y quédense con lo bueno” (1Ts 5, 19s).

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No podemos mutilar el mensaje bíblico del Espíritu reducido a los siete dones interiores (Is 11, 1-2), olvidando que el Espíritu impulsa a la práctica de la justicia con los pobres (vv. 3-5) y a la reconciliación cósmica del universo (vv. 6-9). Leamos los signos de los tiempos como signos de la presencia del Espíritu en la historia. Son aspiraciones de la humanidad que reflejan presencia del Espíritu. Interpelaciones que nacen de anhelos humanos. Signos del Espíritu más allá de la Iglesia. Creemos que el Espíritu del Señor llena la tierra (Sab 1, 7). También Cristo es patrimonio de la humanidad, no propiedad de los bautizados. Pero tenemos dificultad en discernir la presencia del Espíritu en personas, grupos, tendencias, movimientos, ideologías. Porque su presencia siempre está mezclada con limitaciones, errores, condicionamientos culturales, pecados, intereses personales o de grupo, exageraciones, fundamentalismos.

Consagrados, en una Congregación inclusiva, abierta, preocupada por los débiles, con el móvil de JUPIC. Para vivir el seguimiento de Jesús en contextos de misión, de pobreza, marginación, al servicio del evangelio de la justicia y la paz. Cómo cambiaría la SVD si fueran los marginados lo más importante en nuestra vida. Si el criterio prioritario para nuestras costumbres y estilos de vida no fuera nosotros mismos, sino la gente y su sensibilidad. La SVD que esperamos descubre a Dios en los márgenes, porque los convierte en su centro. La periferia hecha centro. Un camino exterior acompañado de otro interior, de conversión espiritual.

La VR ayuda a vivir una fe que construye convivencia humana. Pero no es lo mismo estar con otros para que asuman el Evangelio desde nuestros criterios, que convivir con ellos escuchando y participando desde nuestra diferencia. En el primer caso, el religioso controla las reglas del juego, es el experto; aunque esté en la periferia, sigue en su mundo: juzga y propone desde sus criterios. Cuesta salir de lo propio, aceptar que otros tengan el control. El Espíritu está presente en personas que promueven fraternidad, con deseo de bien, verdad, justicia. Una presencia que debe ser descubierta, desvelada. Nuestra VR es misionera no sólo cuando testimonia el bien, sino cuando lo señala en la vida, donde no se ve, entre los que no cuentan. Se trata de acoger el Evangelio que nos viene al encuentro, y no hacerle sombra con nuestra cultura, nuestro protagonismo o nuestros miedos.

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VR que sale y se queda. Inculturación y voluntad de permanecer dan a la misión fuerza y prestigio incontestables. Si hay quienes pretenden sustituir la inculturación por la nueva evangelización, la SVD tiene el peligro de sustituirla por la interculturalidad. Misión es encarnación en lo local (inculturación) y visión universal (interculturalidad). La Biblia no conoce una vocación ad tempus. Hay turismo alternativo en misión ad tempus, proyectos solidarios de corto plazo, experiencias de inserción, voluntariados. Son experiencias de choque que permiten un primer contacto. La misión requiere entablar vínculos de amistad con los pobres; sentir que nos duele su mundo; poner las manos en su parte herida y en su parte bendecida. Eso no es posible sin permanecer.

Vislumbramos otra VR en la SVD en conversión continua hacia una misión donde la vida del mensajero se identifica con el mensaje. Miremos nuestra misión no solo como servicio, sino como oportunidad para el mundo y la Iglesia. No achicarla respondiendo a necesidades, sino más bien abriendo espacios de encuentro, escucha, oración y diálogo ante los grandes desafíos de la sociedad. En definitiva, misión de consagrados en la SVD es propiciar una escuela de discípulos.

Carlos del Valle

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