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Mientras celebramos a Santiago apóstol en la minicapilla de CdM19, me ha tocado a mí, un extranjero de paso por estas tierras, compartir lo que he vivido en la última semana haciendo la experiencia de silencio con los Hermanos de Taizé allí en lo que era un pueblo abandonado en 1940 situado en la región de Bourgogne, en Francia. Tiempos del Hermano Roger y otros hermanos protestantes ‘inventores’de una comunidad ecuménica, internacional y de reconciliación. Hoy 2017.

Creo que algo de la segunda lectura de la solemnidad de hoy nos puede ayudar a comprender los que pretenden los de Taizé con su vida y testimonio. Mientras San Pablo a los cristianos de Corinto escribe que “llevamos un tesoro en vasijas de barro para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros (2Cor 4, 7)”, los hermanos de Taizé nos proponen en un intercambio de estos dones: “compartir lo que consideramos un don de Dios, acogiendo los tesoros que Dios ha depositado en los otros”.

Para mí esa ha sido la clave de la grandiosa experiencia en Taizé. Pero cuando hablo de grandiosa podemos equivocarnos acerca de lo que se encuentra por allá. Es todo una paradoja. El pueblo está formado por poquísimas casas contruidas de piedras, en una loma de donde se puede mirar a los campos. No hay nada más que eso. Una iglesia románica que hasta el sabado pasado estaba cerrada para remodelaciones, un cementerio con dos o tres decenas de túmulos y nada más que no fuera la presencia de los hermanos.

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  Como latinoamericano he escuchado decir que en Europa hay pocos jóvenes en las iglesisas y que la gente se ha secularizado, pero fue grande mi sorpresa al encontrarme con cerca de 3.300 personas que llegaban desde Rusia, Ucrania, Polonia, Rumanía, Hungría, Alemania, Dinamarca, Holanda, España, Francia, por decir algunos de los grupos más grandes que se podía identificar. Pero también gentes de Corea, China, Filipinas, Indonesia, Italia, Nueva Zelanda… Y algunos pocos de los continentes Africano y Americano. Todos llegaban para una semana en Taizé.

No se sabe bien el porqué, pero todos llegan para estar allí con los Hermanos rezando Salmos, escuchando la Palabra y cantando cánones meditativos. Se sabe que son católicos, ortodoxos y protestantes de inumerables denominaciones, pero no se les puede identifacar de pronto. Son todos, o casi todos, cristianos. No dudo que hubiese uno que otro que allí estaba en busqueda de la fe.

El corazón de Taizé está en la Iglesia de la Reconciliación. A la que primitivamente fue construida, tuvo que añadirse partes que se dividen y se juntan como a conveniencia para acoger a todos que llegan. No hay bancas o sillas sino para los que no pueden sentarse en el suelo tapizado. Los iconos y las velas encendidas demarcan el espacio sagrado. Es allí donde todos, sin excepción, tres veces al día, se reúnen para compartir la misma fe en Jesuscristo Resuscitado.

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Todo lo demás es consecuencia del encuentro de oración. Es posible hacer la experiencia de una semana de tres formas: la jornada de los jóvenes con talleres, charlas, los servicios voluntarios compartidos y el convivio; la experiencia de adultos con las charlas bíblicas y las reflexiones y el compartir en grupos, así como los servicios generales para la cocina, distribución de las comidas y limpieza; la experiencia del silencio con las charlas bíblicas y la oración indivudual y servicios compartidos. Todo es muy sencillo, de las habitaciones comunes a la comida ofrecida. La sencillez es fundamental para la vida en Taizé porque, dicen ellos mismos, la fe es una sencilla confianza en Dios. Y se les propone a todos una jornada en donde la opción por la vida sencilla trae libertad, alegría, limpieza al corazón. Dicen ellos: “La existencia se aligera con la sencillez y nos permite dialogar sin miedo con cada persona, cara a cara”.

Los aspectos católicos fueron al principio los que se me hacían evidentes. Tal vez estuviera yo buscando puntos de seguridad. Había icono de la Virgen, Eucaristía, confesiones. Pero, poco a poco, uno se da cuenta de que muchos, quizás más de la mitad, no son católicos y aún así se acercan por lo esencial, es decir, por el servicio, la oración y el compartir vida. Las diferencias siguen, eso por decir de la experiencia de fe como también de las experiencias culturales y conflictos económicos y de poder que la historia ha testificado. Pero todos son invitados a estar juntos para que se revele el dinamismo del Evangelio.

El tesoro compartido viene, de hecho, en vasijas de barro. Viene en manos de innumerables jóvenes que no han pasado por las guerras y que viven en la generación digital. Pero también las traen los mayores que han vivido mucho y saben del dolor de las divisiones. Viene de los adultos que, ahogados por la avidez de las carreras profesionales, llenas de competencia y en búsqueda por dinero y éxito, ya no quieren seguir el ritmo que les impone el mercado y el capital. Viene por las manos de refugiados, musulmanes incluso. Viene por manos y corazones cansados y que tan solo quieren matar su sed.

Anselmo Ribeiro SVD

 

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