María Asunción Miquel Miralles

5º Periodismo/C.U. Villanueva-Madrid

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Nunca olvidaré aquella visión o para mayor fidelidad, cosmovisión. Fue un encuentro de una belleza inesperada, el preludio de un pincel providencial. En medio de la noche, un manto liberado de estrellas cubría los campos e iluminaba los primeros pasos de los recién llegados. Éramos caminantes, que de la mano de nuestro amigo Modeste, sentíamos por primera vez esa madre tierra llamada África.

Recuerdo la sensación al despertar al día siguiente. No sonó el despertador, no vibró el móvil, ni tampoco escuché la voz dormida de Alba, mi compañera de habitación, ofreciéndome los “buenos días”. Mis ojos fueron desperezándose según los rayos de la mañana se extendían a través de la ventana y el vuelo de algún ave daba fin al ulular nocturno. Habíamos cruzado un tramo de Europa, la Península, el Estrecho y la mayor parte del continente africano. No era un sueño. Amanecía en Nairobi.

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Si la magnitud de la naturaleza y la serenidad del entorno parecían brindar un tesoro, el mayor de todos, sólo había comenzado a fermentar en nosotros. Comentaba Mercedes, la fotógrafa del grupo, que su primera impresión al llegar allí fue la de unos amigos que nos acogían.

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Así había sido, los Divine Word Missionaries (Misioneros del Verbo Divino) nos abrieron las puertas de su hogar en “The Common Formation Center” (la Casa de Formación Común), felices de nuestra visita. Sin conocer más que nuestro nombre, todos nos manifestaron, sinceramente, y desde el momento de conocernos, su amistad. Nuestros “marafiki” (amigos) nos hicieron partícipes de su cotidianeidad, compartieron nuestra alegría con cada nueva experiencia y nos enseñaron la esencia de África, que sin duda, reside en sus gentes.

Cada día en Kenia, descubrimos una manera diferente de ser bienvenidos, de recibir y de darnos, de sonreír y revelar la mirada con la emoción a flor de piel. Quedará siempre en nuestras retinas el día en Divine Word Parrish – Kayole (Kayole, Parroquia del Verbo Divino), cuando uno de sus párrocos, nos presentó durante la celebración del domingo ante tres mil feligreses, que no dudaron en regalarnos su mejor sonrisa y saludarnos con afecto. En las danzas de los niños y los cánticos de la misa la comunión crecía hasta apreciarse la impresionante presencia de una misma familia. Nos sentimos en casa, unidos en la calidez de la hermandad y con el pecho bendecido de emociones.

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Al igual que la mañana que pudimos conocer de cerca la labor de las valerosas Hermanas de Calcuta, que vecinas al Slam (el barrio más pobre de Nairobi) reparten esperanza incansablemente y atienden a los más desfavorecidos. Los infortunados en una sociedad de por si, empobrecida, donde la miseria es un panorama habitual. Qué difícil de asimilar los tantos contrastes de Kenia, con sus paisajes de ensueño y algunos visos de posibles y urbanismo frente a la mayoritaria realidad. Qué sentimiento te embarga, qué contradicción interna, qué amargura y qué inmenso agradecimiento cuando se ve cómo esas mismas personas que no tienen nada, no pierden la luz de sus ojos ni carecen de incontables sonrisas para entregarte. ¿Qué significa “poseerlo” todo? Cuando uno piensa en los instantes en que ha sido feliz, se da cuenta de que tenía las manos vacías y el corazón lleno.

“La primera vocación es la felicidad. Aquí, en todas partes, la encuentras: la humildad, la fraternidad, el simple hecho de vivir” me dijo una noche uno de los hermanos. Charlábamos bajo el mismo cielo que había causado un hondo efecto en mí la primera vez. No recordaba una transparencia tal desde mis años de infancia cuando todavía en mi ciudad no existía una sistemática y artificial contaminación lumínica.

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No, aquellas constelaciones, sin artificios, con sus travesías de luz no eran el resultado de una casualidad como tampoco el ser humano, la creación cumbre del cincel de Dios. Lo había olvidado. Aunque noches cerradas no nos permitan ver su fulgor, siempre hay luz y cada uno de sus destellos, es maravilloso.

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